viernes, 28 de agosto de 2009

La plaza del Obradoiro de noche

A las siete de la mañana, los cinco peregrinos del albergue de Bruma empezamos a prepararnos. El día anterior ha sido muy duro. Mis pies no se han recuperado nada; las ampollas, con sus tiritas y com-peed y no se que más, me escuecen. Hay algo de tarta de Santiago y alguna fruta. Desayuno casi sin sentarme. Son las ocho menos cuarto y salgo con la pareja de Murcia, Antonio y Carmen. Detrás los dos amigos más jóvenes, que nos cogen en unos dos kilómetros. Vamos muy deprisa. Anoche Benigno nos explicó donde estaban los bares, que son los únicos sitios que vamos a tener para repostar. Al parecer hay un bar a tres kilómetros, que nos encontramos cerrado cuando pasamos, y otro a los siete, en donde hay cafe y poco más (no ha llegado el panadero). Estamos en unas mesas difrutando de una buena temperatura mañanera que pronto desaparecerá. Justo delante de la terraza donde estamos, nos encontramos con una especie de parque temático de aldea compuesto por lo menos por un cañon antiaéreo, un kart, y un dinosaurio encima de un promontorio, además de alguna otra figura de dibujos animados. Hay más adelante unas cabras, de verdad, cuya función en este improvisado circo da lugar a algunas risas. Pasamos por la iglesia de San Paio de Buscás. Un sendero entre el bosque nos lleva a Outeiro de Abaixo donde vemos San Xiao de Poulo. Aquí paramos en el siguiente bar, donde ya ha llegado el pan; unos bocadillos inmensos de jamón que según el mesero son los mejores de la zona (no se si eso es mucho decir: no veremos ningun otro bar en los próximos quince kilómetros) y refrescos. Un trailer se para en el bar con el motor en marcha a nuestro lado y los diez minutos siguientes rompe la tranquilidad del momento. El tipo del bar -mucho mejor puesto que los anteriores- nos dice que hay fuentes en el camino (luego no las veremos, si es que las había).
Pasamos por el Ponte Pereira. Parece que esta es una zona de mucha agua, que normalmente hace poco prácticable el camino, pero el calor asfixiante de estos días ha secado el camino. No hay mal que por bien no venga. Vamos entre la vegetación bromeando. El de Jerez luego va a la playa de la ballena, por donde también pasaré yo los últimos dias de agosto. Llegamos a unas casas y un señor mayor de pie, observandonos bajo la sombra de un árbol en la intersección de dos carreteras, nos señala una manguera donde beber. El agua sabe algo a goma, pero no estamos para catas. Seguimos por una espaciosa cañada real como ocho kilómetros. Tiene árboles a sus dos lados pero a suficiente distancia como para que no nos den ninguna sombra. Es la parte más dura del camino por ahora. Pienso constantemente en que por fin encontremos una señal que nos envíe por una bocacalle umbria pero no existe más que un camino recto y ancho con un sol justiciero encima. Cruzamos hasta nueve caminos antes de ver, a las tres y media de la tarde, los primeros edificios de Siqüeiro (me cuesta unos cuantos intentos aprender a pronunciar ese nombre; hay que decir la "u").
A la izquierda, encontramos un parque con un pequeño estanque, descansamos algo y vamos hacia algún sitio a comer. De pronto nos topamos con la piscina con árboles y cesped, con la que venía soñando desde que tomamos la calzada real. Hablamos y dejo a mis compañeros que se van a comer a un restaurante con aire acondicionado. Me meto en la piscina (para lo que me dejan un gorro de baño, a los peregrinos se nos deja los demas lo compran por dos euros). Creo que cuando me zambullo empiezo a emitir vapor. Al menos así lo siento yo. Los pies son un poema. Me dejo flotar. De natación poca o nada; hago el muerto y esta vez no es por simple placer. Sesteo bajo un árbol. Las bañistas, madres con niños, o niñas y algún amigo, me miran con curiosidad. Me siento como un excombatiente del Vietnam. Me incorporo a las cinco y después de otro baño, pido un bocata caliente y me pongo de acuerdo con mis compañeros; están reservando algún sitio donde dormir en Santiago. Vamos a seguir. Nos encontramos en un bar con sombrillas rojas sobre las seis y veinte. La chica que regenta la piscina y organiza el polideportivo donde se puede dormir (en el suelo, claro) me ha dicho que estamos a 17 kilómetros de la plaza del Obradorio. Hasta este punto hemos caminado ya hoy 33. Total 50 para hoy: total nada. El mundo es de los valientes... de los valientes aunque cojitrancos. Seguimos por la calle real. Paramos diez minutos en la hierba un jardin bajo el puente medieval que cruza el río Tambre y las seis y media Norbe, Josiño y yo retomamos el camino. No hay dolor.
Tenemos muchas ganas de llegar y también bastante prisa. Nos quedan tres horas y media de sol. Sobre las ocho menos cuarto, llevamos como siete kilómetros. Los árboles nos protegen del sol y hay pequeñas subidas y bajadas al lado del río. A partir de ahora bajamos el ritmo, Jose tiene algo así como una rotura de ligamentos y empieza a ver las estrellas, sobre todo al bajar. Empezamos ir claramente al lado de la carretera general. Pasamos por la Iglesia de Barciela y la fuente del inglés. Allí paramos un momento. El camino nos envía varias veces a dar un rodeo y subir un "repechito" de cuando en cuando para luego volver a desembocar nuevamente en la carretera. En una de éstas Norbe oye una música estruendosa que reconoce como el capullo de Jerez y subiendo un poco nos encontramos en mitad de una fiesta gitana. Algunas chicas nos miran y se ríen. Aunque Norbe reduce el paso, seguimos sin parar para evitar que crean que tenemos algún interés que pueda no entenderse. Seguimos lo rápido que podemos y bajamos otra vez a la carretera. Para entonces, la realidad -que no el sentido común- ya se ha apoderado de nosotros y ya sabemos que no llegaremos al Obradoiro antes de las diez. Entramos en la ciudad, pasamos por el monumento al peregrino. Seguimos y preguntamos a una señora asomada a un balcón cuando queda: dos kilómetros. Desde lejos vemos la Catedral. Los dos kilómetros mas largos del camino. Pasamos por la rua da troiá, donde está o estaba la famosa pensión. Al entrar a la plaza la tuna ha empezado a cantar con el regocijo de ún corrillo amplio de público y nuestro. Nunca sonó mejor la tuna. Emoción y magia. La fachada está iluminada. Se me acaba de acabar la bateria de la maquina de fotos y haga una movida con el movil que envío a algunos amigos. Hemos llegado a las diez y media. Empezamos a las ocho menos cuarto. Cincuenta kilómetros. Nos quedamos allí parados como alelados. Salimos de nuestra ensoñación para seguir por la calle Franco y entramos en la avenida de Rosalia de Castro, donde está nuestro hotel, "... qué número?" pregunto, vaya, el ciento y pico... llegamos a las once y cuarto donde nos esperan la pareja de Murcia. A las doce menos cuarto, hasta salimos, ya en chanclas, a tomar algo de jamón y, en un garito de al lado, un increiblemente merecido roncito. Abrazos

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